La vida también se aprende jugando
Las aventuras de la niñez, entre juegos al aire libre y pequeñas travesuras, dejaron aprendizajes de resiliencia, creatividad y trabajo en equipo que hoy inspiran la forma de afrontar la vida adulta y el liderazgo profesional.


Crecí hasta los doce años en una colonia donde había campo de sobra. Un terreno baldío podía convertirse en cancha de fútbol en una temporada, o en diamante de béisbol en otra. Siempre había espacio para jugar bicicleta, matado, chicotazo, escondite, cincos, liga… y muchos juegos que nos inventábamos.
A veces, más atrevidos de la cuenta y sin permiso de nuestros papás, nos íbamos al barranco. Ahora lo pienso y me da miedo imaginar que mis hijos hicieran esa travesura, pero en ese tiempo no conocíamos la dimensión del peligro.
Por buena o mala suerte, no conocí otra tecnología más que la radio y la televisión. Me encantaban, pero la mayor parte del tiempo estábamos afuera jugando y sin saberlo, aprendiendo a vivir.
Una frase que uso mucho ahora es “sacudirse el polvo de las rodillas y seguir adelante”. No tengo idea de cuántas veces me caí de la bicicleta y me raspé, pero no había tiempo de quedarse llorando. Me levantaba, me sacudía, lloraba si hacía falta… y volvía a intentarlo. Si la primera caída me hubiera detenido, nunca habría aprendido a manejarla ni habría sentido esa libertad de andar a toda velocidad por el campo.
Otra aventura de esos años fue subirme a los árboles. Lo hacía a escondidas, porque a mis abuelos no les gustaba que lo hiciera. Pero yo me trepaba igual. Subir una rama más alta requería valor. También aprender a calcular hasta dónde sí, y hasta dónde ya no. Nunca me caí, pero tampoco me animé a pasar ese punto en que el miedo ya era un aviso.
Hoy, cuando recuerdo eso, pienso en cuántas veces en la vida adulta una también tiene que decidir: ¿me animo a subir un poco más?
También me encantaba ir al río, cerca de la casa de mis abuelos. Para llegar a la posa más limpia, había que bajar por un caminito entre árboles. Ahí conocí los nacimientos de agua, el sabor a tierra del agua que brota de la piedra, los frutos que cambiaban con la temporada.
Caminábamos en grupo, con mis primos. Aunque era un lugar algo solitario, yo me sentía segura. Éramos un equipo.
Ya en el agua, había que tener cuidado: las piedras resbalaban, a veces había espinas o animales raros. Y el agua era helada. Yo no sabía nadar, así que aprendí a meterme al agua con todos los sentidos atentos. Confiaba en que mis primos me cuidarían.
Era buena con la puntería. Me encantaban los cincos y uno de meter una pelotita en algo profundo a distintas distancias. Me iba bien en esos. Tal vez porque me concentraba, o porque practicaba mucho. Sin saberlo, esos juegos me enseñaron enfoque, paciencia, constancia.
Uno de mis juegos favoritos era una casita de muñecas. Pasaba horas diseñando muebles miniatura. Inventaba con lo que encontraba: tapitas, retazos, pedacitos de lo que fuera. No sabía que eso también era una forma de crear, imaginar, resolver con lo que se tiene a mano. Hoy le llamamos creatividad.
A veces creo que muchas de las cosas importantes que sé hoy —cómo levantarme después de caer, cómo tomar decisiones, cómo confiar en otros, cómo animarme, aunque dé miedo— las aprendí antes de los doce. Jugando. Sin saber que estaba aprendiendo.
Y aunque crecí sin pantallas, hoy uso la tecnología a diario: es parte de mi trabajo, de mi desarrollo, de mi forma de aportar a otros. Pero lo que me sostiene viene de más atrás. De haber aprendido a resolver sin recursos, a trabajar en equipo en la orilla de un río, a mantener la atención plena cuando el terreno era resbaloso. La vida adulta, el liderazgo, incluso el éxito profesional, requieren justamente eso: enfoque, resiliencia, intuición.